Sentí un estremecimiento en las sombras,
y oí una voz que me dijo levántate,
hoy tendrás muchas visitas . . .
hoy es el día de todos los santos,
¡Despiértate polvo vano!!!
hace mucho tiempo que duermes...
una luz indescriptible iluminó, de pronto
el horrible recinto en que me hallaba.
-A mi derecha, acurrucado y tiritando de frío,
reía un esqueleto húmedo y amarillo,
pero reía con una risa espantosa, fatal...
¿En donde estaba yo?... ¡En una tumba,
de pronto pensé, y a mi memoria vinieron,
los recuerdos terribles de mi última agonía!
Después de recibir una grave ofensa de la mujer
que había sido en el mundo, el sol, el bello sol
de mi alma... ¡Enloquecí!...
Y una tarde muy negra llegué a su casa,
con el pecho henchido de amargos sollozos.
Temblé al mirarla, la soledad era profunda
y le dije éstas palabras, bañado con sudor frío:
Me has herido el corazón de muerte...
Pero estás sufriendo mucho y vengo delante
de ti a acelerar tu inmensa agonía.
Agarré con mi mano temblorosa un arma fría
que llevaba en mi bolsillo...
Una nube roja empañó mis ojos...
Mi amada tambaleaba, como queriendo hablar
pero las palabras se helaron en su boca lívida
como su rostro.
¡Ah, si hubiera hablado... Tal vez!
¡Hubo una detonación!... Mi cuerpo cayó al suelo,
como una manzana inerte, bañado en sangre
y aquella mujer cayó sobre mi cuerpo,
como una loca empapada en lágrimas...
Convulsa me besaba en la boca y en la frente,
me pedía perdón, y apretaba con su manecita pálida,
su cabellera blonda como un río de oro,
cara sobre la herida, que en mi cabeza
manaba sangre a borbotones, queriendo
con las delgada hebras de sus cabellos,
detener esa sangre que se llevaba mi vida
su boca descansaba sobre la mía...
Cuando dejé de respirar.
¿Cuánto tiempo hace que estuve en la tumba?
No lo sabía!...
Pero mi carne había sido devorada por los gusanos.
Me llevé la mano sobre la cabeza, como
temiendo que eso no fuese más que un sueño;
Pero mi mano tropezó con el agujero formado
por la bala en mi cabeza... Una lluvia de oro
resbaló lentamente entre mis dedos...
Era una mata de pelo... ¡Es de ella!
Exclamé con ronca voz...
¡Tantas veces lo había acariciado!
Sí, murmuró el esqueleto que tiritaba a mi lado
Ella desesperada por tu suicidio,
cortó las trenzas y rogó que las colocaran
en tus manos, al dejarte para siempre en ésta cueva
¿Y quien eres tú, esqueleto horrible? -pregunté
al montón de huesos que me hablaba-
Soy tu retrato... -me replicó-
por que soy la muerte, la misma que te despierto
Y echó a reír!
Y bien, si eres la muerte, ¿Por qué devuelves la vida
a un esqueleto?
No recuerdas que la noche que te despediste
al suicidarte, dijiste éstas palabras:
Devuélvanme la vida... No, entonces
era imposible devolvértela, pero ya ves
que hoy lo hago... Hace años que moriste
y hoy es el día de todos los difuntos...
Hoy te vendrán a visitar... ¿Y ella vendrá,
no es cierto?... Ya lo créo, como que por aquí
tiene un pedazo de sus entrañas... y continuó...
¿Ves esa rendija allí, detrás de la lápida?
Por allí podemos ver a todos los visitantes...
Asómate y mira!!!
Acurrucado, como pude me asomé y reconocí
aquel sitio del cementerio. Los árboles
se cimbreaban meciendo sus copas macilentas.
Un perfume de flores recién abiertas, entraba
por aquella grietecita. El sol yá estaba un poco alto.
¡Oh que hermoso me pareció el mundo,
y eso que no miraba más que el cementerio!
Entre diferentes grupos de personas,
reconocí a muchos amigos míos que charlaban
bajo los flacos cipreses; sentí; sentí ímpetus de abrazarles,
esperé con paciencia que uno de ellos, alguno
de ellos se acercara a mi pobre tumba;
Pero ¡oh! Decepción... A poco se despidieron
sin lanzar una mirada a mi desteñida lápida.
De cuando en cuando llegaban hasta mis oídos
el eco triste de los responsos que cantaban
los clérigos. De repente de entre las tumbas viejas,
una mujer de ojos grandes, apareció ante mis cuencas
vacías como una visión celeste;
mis huesos tiritaron y estuve a punto de romper
la piedra lapidaria que me impedía llegar hasta ella
pero mi compañero me detuvo...
Traía una corona de flores blancas y azules,
y se dirigía al lado de mi tumba... ¡Era mi amada!
¡Oh dulce fruición de un esqueleto, ver a una mujer
por quien se ha dejado la vida!... ya llega...
Ya está aquí... ¡Pero Dios mío!... ¡Ni una mirada!
Ni una mirada siquiera... ¡Ni una mirada tampoco!
Pasó airosa con la linda corona... Entonces
un estremecimiento poderoso pasó por mis huesos...
y dos gotas de llanto quemante cayeron de las cuencas
de mis ojos... Sentí rabia y quise de nuevo
desprender la lápida... Correr a ella y arrojarle
a la cara aquél montón de cabellos rubios,
que en ese momento rompía entre los dedos de mis manos.
Pero tan solo pude murmurar... ¡Ingrata!
Mi compañero volvió a detenerme. Déjala -dijo-
Pobre esqueleto, ella va a visitar la tumba
de su hijo muerto hace un año, y a dejar la corona
que lleva. -Y rió como de costumbre-
¡Ah! La infame... -exclamé- ¿Con que ha tenido un hijo?.
Como que hace tres años se casó
balbuceó la muerte riendo todavía.
Al oír estas palabras, me desplomé
como un bólido... De repente oí la misma voz
que me decía: Levántate y mira, no te pesará,
Tú eres el ingrato. ¡No, maldita muerte, déjame
dormir en paz!... ¡Levántate que alguien solloza
al pié de tu tumba!... ¡Ay! ¡Podría ser ella!
Hice un esfuerzo sobrehumano, me enderecé y miré...
una mujer cubierta de cabellos blancos,
vestida de negro y con una corona en las manos,
de rodillas, sollozaba sobre el césped.
De repente abrió los ojos aquella mujer un caudal
de lágrimas resbaló sobre la piel de su cara arrugada
y triste... se abrieron unos labios pálidos
y con el timbre más puro que hay en la vida,
sonó ésta frase: ¡hijo mío!... ¡Ella era mi madre!